El deseo se esfuma antes de que el objeto envejezca»
Deyan Sidjic.
El documental Comprar, tirar, comprar ha contribuido a aumentar la difusión de la crítica a la obsolescencia programada. Enhorabuena. Conviene, eso sí, profundizar en algunos temas que se abren a partir de él.
Entre todas las perversiones del productivismo, la obsolescencia programada es probablemente la más irritante. Consiste en una estrategia deliberada para acortar la vida útil de las mercancías con el objetivo de aumentar la velocidad del ciclo producción-consumo. Mientras menos duren más se fabrican. Los productos nuevos reemplazan a los antiguos que, así considerados, se convierten en basura. No se los deja envejecer con dignidad.
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La obsolescencia programada requiere de dos mecanismos interrelacionados: una planificación conciente, racional y técnica de la caducidad, por una parte y el deseo social, publicitariamente estimulado, de renovación permanente de los símbolos de identidad y estatus social, por otra. Es decir, para que el engranaje funcione a la perfección es necesario que la razón productivista tenga como contrapunto necesario la razón consumista: lo nuevo, o aparentemente nuevo, que emerge de lo destruido, tiene que ser deseado. Para ello, la ideología publicitaria debe dar argumentos para que lo nuevo deseado sea considerado «mejor». El círculo así se cierra, pero se cierra mal puesto que la caducidad permanente genera desechos permanentes cuya mayor parte no ingresan en ningún circuito de reciclaje sino que, o bien se dispersan aleatoriamemente por la naturaleza, caso de las llamadas sopas de plásticos en los océanos o, son enviadas descarada e ilegalmente a países asiáticos o africanos, como Ghana, como bien ilustra el documental. Las cloacas están siempre en algún sitio: mejor si están lejos del paisaje de la opulencia.
La planificación de la obsolescencia y su efecto sobre la reducción de la vida útil de los objetos debilita las ancestrales prácticas de la reparación, del arreglo, de la compostura y los oficios vinculados a ellos: zurcidor, tapicero, afilador, modista… Oficios nobles, y totales, depositarios de saberes colectivos no entrópicos que establecían una relación afectiva con los artefactos a los cuales se les concedían nuevas oportunidades de vida. La actual construcción modular, fragmenta los objetos en unidades autónomas desechables. Un módulo es una pieza autónoma, una caja negra, acoplable, mediante un conector o interfaz, con otras. El oficio técnico actual, parcial y arrogante, desconoce gran parte la lógica de funcionamiento interior de las piezas. Sabe como acoplarlas y sustituirlas pero no sabe lo que bulle dentro de ellas, por lo tanto, no sabe repararlas.
Que la inteligencia, la técnica, la ciencia y el saber colectivo en general estén al servicio de la caducidad de los objetos de consumo revela hasta qué punto el productivismo linda con la inmoralidad. Lo mismo sucede con la industria militar. La famosa «destrucción creativa» shumpeteriana se revela como simple destrucción, sin más, sin apellidos. Es sabido que el capitalismo presenta una alta racionalidad en sus procesos parciales y una alta irracionalidad sistémica. Pues bien, la obsolescencia programada lo ejemplifica a la perfección pero añade una información nueva: los procesos parciales, fabricar una bombilla eléctrica, por ejemplo, pueden ser racionales y, a la vez, inmorales. La razón tecnocientífica y toda la estructura de prácticas profesionales y discursivas sobre ella asentada esconde su función obsolescente, es decir la producción voluntaria de caducidad.
El proyecto del crecimiento ilimitado del capitalismo requiere dos dinámicas aberrantes: por una parte, la absorción voraz de recursos y, por otra parte, la destrucción contínua de lo que el trabajo social ha realizado.
Sobre la contaminación, el agotamiento de recursos y sobre la destrucción ilimitada y sistemática de los productos del trabajo social se asienta la llamada prosperidad y del llamado bienestar de la que creen gozar una parte importante de las capas sociales de los países centrales y de una minoría de las periféricas. La prosperidad tiene los pies de barro; es circunstancial, precaria y falsa. Existe porque está basada en un principio de ceguera social: las evidencias del desastre y las injusticias no están incorporados en sus alegres cómputos. La prosperidad sólo se vive como tal si se mira para otro lado; si no se ven los agujeros negros hacia donde fluyen los detritus de la máquina económica.
La obsolescencia programada nació con el propósito declarado de estimular a las economías en crisis de los años treinta del siglo pasado. Pero forma parte del funcionamiento normal de la producción de masas. La fundamenta, sostiene y justifica. Sobre esta aberración se asientan todas las actuales llamadas al consumo para salir de la crisis. La misma innovación tecnológica, mantra de los ideólogos del sistema, está asentada sobre el imperativo de la caducidad. Las recetas keynesianas para el fomento de la actividad productiva de cualquier tipo se complementan con el estímulo al consumo, también de cualquier tipo. Todo vale para las cuentas de la economía. El PIB es ciego y sordo (pero no mudo); no le importa lo que llene sus indicadores. Su lógica es irresponsable y obscena.
Pero, no hay salida posible de la crisis, si la entendemos en su sentido amplio como crisis social y medioambiental, estimulando justamente uno de sus factores causales. No hay salida productivista ni consumista a la crisis, salvo como engaño y desplazamiento de los problemas a las generaciones venideras, si es que éstas consiguen llegar a existir.
La manoseada expresión «cambio de modelo productivo» debe significar otra cosa para que tenga valor. Debería significar limitación cuantitativa (menos objetos), redireccionamiento cualitativo (respondiendo a las necesidades de las mayorías) y reorientación ecológica de la producción y consumo social de bienes. La tercera sin las dos anteriores es simple maquillaje. La apuesta por el decrecimiento es una apuesta por la perennidad sobre la caducidad. Una apuesta por la vigencia de los objetos que son producto del trabajo social extrayéndolos del vértigo de la obsolescencia planificada. El decrecimiento no quiere añadir más entropía a la naturaleza.