Editorial de Gara – hoy
Después de que la tesis señalada inicialmente como prioritaria sobre la doble matanza de Oslo se desplomara, además de jornada de duelo y conmoción generalizada ayer fue día de rectificaciones en todo el planeta. Sin ir más lejos, en Madrid el aspirante del PSOE a La Moncloa evitó repetir el intento de arrimar el ascua a su sardina del viernes, cuando con los primeros ecos aún muy confusos llegados desde Escandinavia sentenció que «para nosotros es fácil de compartir esta tarde terrible, porque los españoles sabemos lo que duele la irracionalidad del terrorismo». Ayer, con más detalles en la mano, también el dirigente del PP Javier Arenas se enredaba verbalmente para diferenciar entre «víctimas de la violencia» y «víctimas del terrorismo». Tras la actitud mostrada por su partido tras la matanza del 11 de marzo de 2004, nadie duda de que si hasta hace bien poco, e incluso ahora, en Madrid se hubiera producido una explosión similar a la acontecida anteayer en Oslo, el PP y su coro mediático habrían apuntado hacia Euskal Herria sin necesidad de investigaciones policiales ni de análisis de mero sentido común.
Este reduccionismo no es una dinámica exclusiva del Estado español, aunque ciertamente en este caso sí se agudice por las inercias que marcan su línea de acción ante el conflicto vasco durante las últimas décadas. En el resto del planeta, también ayer expresiones como «terrorista» e incluso «atentado» dieron paso a otras como «perturbado» o «matanza», seguro más neutras y posiblemente más ajustadas a los hechos. A la espera de que se esclarezca qué ocurrió en la capital noruega, resulta inútil especular sobre si es un 11-M, un Oklahoma o un Puerto Hurraco. Pero sí es urgente una denuncia general sobre el uso y el abuso de ciertas etiquetas.
Un manual simple para una realidad compleja
La de «terrorismo» ha quedado desnudada de nuevo. El término se aplicó de modo unánime en la tarde del viernes, cuando la hipótesis sobre la autoría circuló en una única dirección aportando como base la participación noruega en la guerra de Afganistán o el conflicto por las caricaturas de Mahoma. Horas más tarde, cuando se comprobó que el único detenido es noruego y defiende una ideología precisamente contraria a la supuesta, la etiqueta dejó de estar vigente para muchos medios de comunicación y dirigentes políticos.
Abundando en este argumento, no está de más recordar que ese mismo término nunca se aplicaría a matanzas igualmente brutales e indiscriminadas como las que se suceden en Irak o Afganistán, presentadas en su día como guerras «quirúrgicas» con bombas «inteligentes». Y por supuesto tampoco a otros fenómenos que rompen ya todas las barreras cuantitativas de la muerte y el dolor, como la actual hambruna de Somalia, y para las que la humanidad bien podría buscar remedios si estuviese en las prioridades de las agendas de poder.
En resumen, la realidad del siglo XXI es excesivamente amplia y compleja y tiene excesivos actores como para reducir todo a un conflicto entre «el terrorismo» y «la firmeza de la democracia», volviendo a la terminología usada por Rubalcaba, perfectamente equiparable a la disyuntiva entre «los buenos» y «el eje del mal» que popularizó en su día George Bush hijo.
Intentando eternizarlo en Euskal Herria
Pese a excesos puntuales, la etiqueta sigue y seguirá vigente, porque se ha convertido en patente de corso contra las disidencias. Lo sabía Bush y lo sabe Rubalcaba, que ha hecho de ello su palanca contra el independentismo vasco. Acusados de terroristas están siendo juzgados estos días diecisiete jóvenes de Oarsoaldea en Madrid, aunque en Euskal Herria todo el mundo sepa que no lo son. Y bajo la acusación de «terrorismo» se impone un régimen de incomunicación que posibilita la tortura y que no deja de deparar situaciones escandalosas en el intento de perpetuarse a sí misma: las últimas, la designación de Baltasar Garzón como representante español en el Comité para la Prevención de la Tortura del Consejo de Europa (algo así como poner al zorro a cuidar las gallinas) y el informe de la Defensoría del Pueblo que niega casos de torturas (algo así como que el zorro garantice que el zorro no come gallinas). Viendo los réditos que ha dado durante años, el Estado español se afana en estirar la duración del cliché, aunque no tenga ya siquiera una realidad a la que aplicarlo.
De «enaltecimiento del terrorismo» acaba de ser absuelto Arnaldo Otegi. El tribunal se ha ahorrado esta vez el ridículo de tener que negar, como hizo Angela Murillo en la primera sentencia, que Nelson Mandela también fue etiquetado en su día de «terrorista» y hoy es el líder político más reputado del mundo. Y es que a veces la terca realidad se impone a los intentos de desfigurarla y encajarla en etiquetas mentirosas. Así ocurrirá también en este país. ¿Alguien duda a estas alturas de que Otegi no pasará a la historia como un terrorista sino como un líder político, y quién sabe si como un estadista?